Por Bruno Forte
El conocido teólogo y arzobispo Bruno Forte, miembro del consejo asesor de Criterio, fue secretario especial del reciente Sínodo de la Familia. Aquí su reflexión y su testimonio.
¿Qué rostro de la Iglesia católica expresó el
Sínodo de los obispos apenas celebrado y que concluyó con la
beatificación de Pablo VI en la plaza San Pedro? La respuesta puede
articularse en tres afirmaciones: una Iglesia “sinodal”, una Iglesia
comprometida en el diálogo con la complejidad de las culturas y una
Iglesia dispuesta a apostar por la familia como célula vital para el
futuro del mundo.
En primer lugar una Iglesia sinodal. Fue el
mismo Papa quien usó esta expresión dirigiéndose a los obispos
participantes al concluirse el Sínodo, el 18 de octubre pasado: “Hemos
vivido de verdad una experiencia de «Sínodo», un itinerario solidario,
un «camino juntos». Y habiendo sido «un camino», como en todo
camino hubo momentos de marcha veloz, casi queriendo ganar al tiempo y
llegar lo antes posible a la meta; otros momentos de cansancio, casi
queriendo decir basta; otros momentos de entusiasmo e ímpetu. Hubo
momentos de profunda consolación escuchando los testimonios de
auténticos pastores que llevan sabiamente en el corazón las alegrías y
las lágrimas de sus fieles… hubo también otros momentos de desolación,
de tensión y de tentaciones”.
A quien, como a mí, le ha tocado vivir desde
adentro este Sínodo, no puede dejar de confirmar esta descripción que se
corresponde con la de una Iglesia no anclada en sus seguridades, sino
en la escucha de los signos de los tiempos y dispuesta a salir al ruedo
para responder a las llamadas de Dios y para entregarse por el bien de
los hombres, a cuyo servicio se debe. Una Iglesia donde todos tienen que
sentirse implicados y partícipes, cada uno según las responsabilidades
acordes a los dones recibidos. Al contrario de una masa pasiva, la
Iglesia que el Sínodo expresó es la que repetidamente auspició
Francisco, una comunidad de bautizados adultos en la fe que, en la más
completa libertad de expresión y en la escucha recíproca, se esfuerza
por discernir y realizar los designios divinos con y para los otros. Una
Iglesia en la que, más allá de toda lógica individualista, todos somos
llamados a caminar juntos, según el significado etimológico de la
palabra “sínodo”: camino común, sendero a recorrer codo a codo.
En el Sínodo, esta Iglesia de cristianos
adultos y responsables se demostró dispuesta como nunca a dialogar con
la complejidad de las culturas de toda la “aldea global”. Los obispos,
los auditores y los expertos presentes representaban a los más diversos
pueblos de la tierra, con sus identidades históricas y espirituales,
unidos entre sí por la misma fe en Cristo y la comunión universal de la
Iglesia. Las diferentes raíces locales se conjugaban en el espíritu de
la catolicidad, mostrando cómo se puede entrar realmente en diálogo con
la diversidad cuando se vive la fidelidad a una identidad profunda,
capaz de trascender y, al mismo tiempo, unir las diferencias. Los
desafíos referidos a la familia se presentaron, sin opacar el proyecto
divino sobre el amor humano revelado en Cristo, acentuando la urgencia
de proponer a todos el “evangelio de la familia”, sean cuales fueran las
situaciones concretas en las que se realiza ese anuncio.
Lo global y lo local interactúan en profundidad en la experiencia de la communio catholica
y hacen de la Iglesia la más “glo-cal” (global-local) de las
instituciones que operan en el mundo al servicio de la promoción de todo
el hombre en cada hombre. Lejos de borrar la riqueza de las
identidades, la catolicidad las exalta y las pone en comunicación:
diversas posibilidades que fecundan la unidad universal y al mismo
tiempo se ven enriquecidas y estimuladas. La inculturación de la única
fe en lenguas e historias diversas no mortifica los valores de lo
humano, sino que los vivifica desde adentro y los purifica al llevarles
la nueva luz del Evangelio.
Fue así que el Sínodo pudo hablar a las
familias del mundo tal como ellas viven, tanto en los contextos
tradicionales como en los signados por profundos procesos de
transformación. De China a América latina, del norte europeo y
occidental al sur del planeta, de África a India en el hemisferio
austral, la causa de la familia –y del amor que constituye su atracción y
su fuerza, no obstante todas las dificultades y los desafíos– resuena a
través de la Iglesia como una buena noticia y como escuela de auténtica
humanización (tal como afirma el Concilio Vaticano II en la
constitución Gaudium et Spes). En esta actitud de escucha y de
diálogo frente a las más diversas realidades se reconoce la inspiración
que el Sínodo del papa Francisco tomó del magisterio de Pablo VI, el
papa del diálogo con la modernidad, no fortuitamente beatificado en la
conclusión de la asamblea sinodal.
La Iglesia apuesta por la familia. Lo hace
sin ingenuidades, consciente de las pruebas que de muchas maneras la
afligen y de los condicionamientos que a menudo tornan difícil el
camino, interrelacionados con el mundo social y del trabajo, la variedad
de situaciones políticas y económicas, la creciente fragilidad de las
relaciones humanas. Y lo hace en la convicción de que se necesita para
todos una escuela de socialización, una red de vida abierta a la fe y a
la comunidad eclesial, un camino de santificación basado en la capacidad
de sostenerse y animarse recíprocamente. El desafío no es menor, y con
gran lucidez el Papa indicó las tentaciones que debemos superar: la del endurecimiento hostil que es “querer cerrarse dentro de lo escrito (la letra) y no dejarse sorprender por Dios, por el Dios de las sorpresas (el espíritu);
dentro de la ley, dentro de la certeza de lo que conocemos y no de lo
que debemos aún aprender y alcanzar”, la tentación “de los celantes, los
escrupulosos, los diligentes y de los así llamados hoy tradicionalistas”. En otras palabras, la tentación del buenismo destructivo,
“que trata los síntomas y no las causas y las raíces”; y la del querer
todo enseguida, pretendiendo transformar las piedras en pan “para romper
un ayuno largo, pesado y doloroso”, o de transformar el pan en piedra
para “tirarla contra los pecadores, los débiles y los enfermos”,
convirtiéndolo en “cargas insoportables”.
La tentación, en fin, de bajar de la cruz
“para contentar a la gente, y no permanecer allí, para cumplir la
voluntad del Padre”, y descuidar la obediencia a la verdad
“considerándose no custodios sino propietarios y dueños o, por otra
parte, utilizando una lengua minuciosa y un lenguaje pulido para decir
muchas cosas y no decir nada”.
Apostar por la familia hoy quiere decir
navegar entre estas orillas opuestas, eligiendo así el camino más
exigente y difícil del servicio al hombre. Sin embargo, es el único
sendero realmente constructivo y conforme al proyecto del Creador, que
quiere a sus criaturas por amor y las llama a realizarse en la respuesta
a la decisiva vocación de amar.
(Traducción de José María Poirier)
Comentario Editorial
Muy de acuerdo con lo vertido en este artículo.El rostro de la Iglesia actual lo veo como el rostro de la familia de Dios. Es claro que quien está describiendo lo que fue el Sínodo, no expresa una opinión, simplemente dice lo que sucedió allí. Y lo que sucedió me parece que refleja la esperanza que muchos tenemos de que la familia será la esperanza de la humanidad. La Iglesia reunida nos habla en primer lugar a los creyentes y el que quiera oir que oiga, no me parece hipócrita ni ritualista, me parece que estoy comenzando a ver un renacer de la Iglesia que se interesa por todos los quehaceres humanos, por todas las relaciones humanas. Quizá no nos damos cuenta -en algunos casos- que no podremos volver atrás, la familia tal como la conocimos y vivimos quizá ya no exista para muchos pero, no quiere decir que no se esté gestando un modelo familiar que valorice los vínculos y valores tan edificantes como la unicidad, fidelidad y fecundidad. Queda claro que es una misión muy difícil y que requiere de personas que estén dispuestas a realizar la tarea de conformar este tipo de familia, el Don ya lo tenemos, la tarea es nuestra y el camino es largo pero, vale la pena recorrerlo.
María Inés Maceratesi
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